Los icónicos monstruos de Clive Barker retan los límites de la Creación.
Imagen propiedad de Clive Barker.
Pinhead y los cenobitas, los demonios inmortales sadomasoquistas de Hellraiser, son el resultado de las acciones de sus víctimas y, por lo tanto, tenemos que clasificarlos como Creación, a pesar de que, en la narrativa, no son creados por sus víctimas, sino llamados.
La “Configuración del Lamento”, un rompecabezas cúbico que debe ser resuelto con el deseo de experimentar los placeres y experiencias más raros del mundo, es el método que aquellos que buscan estas sensaciones extremas utilizan, muchas veces sin saber lo que les espera, para llamar a los cenobitas.
La creación nos hace pensar por supuesto en Frankenstein, pero no es necesario ser el literal creador del monstruo para que este sea la consecuencia de nuestras acciones, un genio liberado por la avaricia, un demonio invocado por la venganza y, por supuesto, los cenobitas llamados por la lujuria y el exceso son todos ejemplos de la Creación.
Los cenobitas, quienes consideran que el dolor y el placer son intercambiables cuando se llevan a los extremos, declaran ser consecuencias ellos mismos en la segunda película, cuando Pinhead se niega a atacar a una niña que abre la Configuración porque fue usada por dos adultos que querían observarlos. Se llevan a los adultos.
El diseño de los cenobitas también refuerza la búsqueda deliberada de sensaciones extremas: tienen mutilaciones y modificaciones corporales que serían extremadamente dolorosas para un ser humano y, al aparecer, se comportan más como guías de una excursión a los límites de la experiencia que como depredadores.
En un mundo dedicado a arrebatarnos toda felicidad y aplastar nuestra energía y juventud bajo una montaña de realidad, todos podemos identificar momentos en que hemos perseguido el placer y la experiencia enajenante sobre la precaución y la mesura. Los cenobitas son seres que dedican su existencia a lo que nosotros consideramos una falla.
Lamentablemente, como la mayoría de las franquicias de horror de los ochenta, mientras mayor la secuela más se alejan las películas de los consecuentes temas originales, convirtiendo a Pinhead de un maestro del dolor por contrato en un barato matón sobrenatural.
En los círculos del horror es conocimiento común que el actor que representa a Pinhead, Doug Bradley, dio mucho de sí para el personaje e improvisó varias de las líneas más memorables de la franquicia, y deseo despedirme con una de mis favoritas: “¿Me veo yo como alguien a quien le importa lo que Dios piensa?”
El kaiju más famoso del mundo combina las consecuencias y la inevitabilidad.
Imagen propiedad de Toho Co., Ltd. Todos los derechos reservados.
Godzilla, el gigantesco monstruo radiactivo que destruyó Tokio en la película de 1954 con su mismo nombre, combina dos potentes arquetipos del terror y, por ende, causa miedo a un amplio segmento del público que disfruta el privilegio de ver la destrucción que trae a la nación de Japón.
El arquetipo del Coloso destruye las construcciones, ciudades y maravillas humanas como una representación concreta de las fuerzas indiferentes de la naturaleza y el implacable tiempo, que todos sabemos en lo profundo de nuestro ser es el destino de cualquier imperio o civilización que nosotros podamos erguir.
La Creación, sin embargo, concretiza las consecuencias de la soberbia y el abuso de fuerzas del universo que los mortales debemos contemplar con reverencia y cautela para evitar la autoría accidental de nuestra propia destrucción.
Godzilla, al atacar Tokio, causando una incontable pérdida de vidas inocentes y siendo el producto de las bombas atómicas lanzadas en Hiroshima y Nagasaki por las fuerzas armadas de Estados Unidos en 1945, condensa ambos arquetipos en una figura tan memorable como aterrorizante.
Estos arquetipos son una combinación particularmente potente, ya que se refuerzan uno al otro: el Coloso le da un aire de inevitabilidad universal a las consecuencias ilustradas por la Creación, y la Creación nos responsabiliza por el inescapable fin de toda la civilización humana.
Vale la pena señalar que la fuerza de defensa nacional japonesa, el equivalente de un ejército en Japón, nunca puede lastimar a Godzilla con armas convencionales y sólo pueden utilizar armas experimentales para derrotarle. Estas armas, sin embargo, se presentan como atrocidades casi tan malas como el monstruo mismo y son consideradas solemnemente con todo el peso de la responsabilidad que conllevan.
El diseño visual del monstruo solo recalca los horrores de la guerra, uno de los eventos humanos que aterroriza a cualquier persona con cordura. Su piel rugosa está basada en las cicatrices queloides de las víctimas de la radiación nuclear de las bombas atómicas.
Aunque Toho, la compañía que publica Godzilla, se desvió durante los sesenta y setenta, tratando de convertir a uno de los monstruos más memorables del cine en una mascota para el entretenimiento de niños, la mayoría de las más de treinta películas en las que protagoniza el kaiju, mantienen los aspectos de destrucción y responsabilidad humana intactos.
Considerando la potencia de la fórmula que lo compone, Godzilla ciertamente gana su título como rey de los monstruos.
El monstruo de James Cameron captura lo inhumano del arquetipo.
I’ll Be Back por Don Sniegowski, en Flickr.
El T-800 modelo 101 de la película The Terminator (1984), es fuerte, durable, incansable, implacable y nunca titubea o se desvía de su misión de asesinar a Sarah Connor, encapsulando las características esenciales del arquetipo de la Máquina.
La película demuestra la narrativa estándar de la Máquina: los pobres humanos huyen, toman su tiempo para prepararse, planear y descansar porque solo con extremo cuidado, el trabajo en equipo y el sacrificio lograrán derrotar al implacable monstruo.
En el desenlace, Kyle Reese da su vida para causarle daño catastrófico al Terminator con una bomba, lo que le permite a Sarah huir y aplastarlo en una prensa hidráulica, demostrando las virtudes de sacrificio y solidaridad que usualmente son necesarias para vencer a la Máquina.
Al principio, nos puede parecer que el Terminator incluye el arquetipo del impostor, pero la película no se preocupa por perpetuar el engaño de su humanidad y nos deja saber bastante temprano que es una máquina debajo de esa piel orgánica. La cámara desenfatiza su disfraz y se deleita en mostrar su transformación, durabilidad y potencia.
La segunda película coquetea con el arquetipo de la Creación con el personaje de Miles Dyson, pero nunca puede llevar el concepto a cabalidad ya que Dyson no es el creador soberbio que juega con el orden natural de las cosas, sino un ingenuo ingeniero que está muy emocionado respecto a descifrar y recrear la avanzada tecnología que el primer terminator dejó atrás cuanto fue destruído.
Si al pensar en el arquetipo de la Máquina, la primera imagen que viene a la mente es el chasis metálico y esquelético del T-800, no es por falta imaginación o conocimiento de ciencia ficción, sino porque realmente es el icono indiscutible del arquetipo, tanto su impactante diseño visual como la narrativa de la cual proviene.
Las máquinas que hemos creado para ayudar con nuestras labores se caracterizan por ser incansables, precisas, rápidas, eficientes y carentes de emociones. Estas características, cada una, reflejan faltas tan comunes entre nosotros que se han convertido en la precisa evidencia de nuestra humanidad. Nos cansamos, erramos, nos toma tiempo aprender a hacer algo con naturalidad y sentimos. Por eso vemos las máquinas como inhumanas y desalmadas. Se pensaría entonces que el miedo debe ser sobre lo inhumanas y despiadadas que son las máquinas. No, ese miedo lo codifica el Otro. ¿Quizás sea que son la consecuencia de nuestras propias ambiciones y faltas? No. Esa es la Creación. ¿Que nos pueden lastimar y no podemos hacer nada al respecto? Tampoco, esa es la Mole.
El miedo que nos causa la Máquina es muy simple, pero tan escondido, que se ha clasificado más por sus manifestaciones que por su esencia. Se le llama celos, envidia, resentimiento, complejo, rivalidad y varios nombres además.
Es el miedo de nuestra inferioridad.
Lo que sentimos cuando sabemos, o siquiera sospechamos, que no somos suficientes y otros son mejores. Cuando nos atrae alguien “fuera de nuestra liga”. Cuando nos aterroriza que alguien pueda satisfacer sexualmente a nuestra pareja con mayor plenitud que nosotros. Cuando alguien es más inteligente o puede hacer un mejor trabajo. Cuando nuestros hijos llegan a la plenitud de su juventud y no nos necesitan, sino que nos toleran pacientemente como anticuados estorbos.
Le tenemos tanto terror a ser inferiores porque esto implica una conclusión nacida de la naturaleza hiperbólica y desmatizada de nuestro discurso actual: si somos inferiores somos irrelevantes. Ser irrelevante, a su vez, es ser olvidable y el olvido es la verdadera muerte.
Algunas personas incluso prefieren dejar su marca en el mundo como villanos en lugar de ser olvidados, y utilizan cualquier artimaña para perseguir la relevancia y la vigencia. Este es el comportamiento básico del narcisista, que hace lo que sea para apaciguar el apetito por la validación que sufre su voraz ego. De hecho, lo que llamamos coloquialmente el ego es un constructo completamente dedicado a asegurarnos de nuestra propia importancia, y cuando se ve amenazado, los humanos son capaces de hacer lo que sea para restaurar su supuesto lugar en el mundo y aniquilar la amenaza.
Este miedo es particularmente importante por la escala del daño que nos ha causado a través de la historia. Se han comenzado guerras, traiciones, sabotaje e incluso campañas presidenciales solo para apaciguar el ego de alguien con demasiado poder. Debido a que los hombres históricamente han tenido más poder, la mujer ha sufrido en particular: la misoginia, las violaciones, la violencia, el acoso, la mutilación getinal, las desfiguraciones, el tráfico, el discrimen y la esclavitud tienen su génesis en el hecho de que, de la mujer ser igual al hombre, podría escoger libremente entre ellos a su pareja sexual y encarar a sus “pretendientes” con la amarga verdad de su inferioridad a otros hombres e incluso a ella misma. Para el ego del rechazado, esto es evidencia incontrovertible de que es inferior, y el resentimiento que esto genera engendra atrocidades. El patriarcado existe para evitar este intolerable escenario, en esencia es el ego colectivo de una sociedad controlada por hombres. Para la manifestación más novedosa, patética y descarada de estos sentimientos se puede examinar el concepto de la píldora negra en la comunidad incel (célibes involuntarios).
Este miedo ha llevado a la trampa, la guerra, la violencia, el asesinato y el suicidio. Tuerce los pensamientos y destruye vidas. Tengan cuidado. La inferioridad debe ser un llamado a la superación, no a la desesperanza.
Descripción:
La Máquina es eficiente, fuerte, durable, incansable e implacable. No cambia de parecer ni se desvía. Su diseño refleja esta potencia y rigidez con metales, plásticos, cablería, pistones y luces. No tiende a ser particularmente rápida, sino pesada y difícil de detener, permitiendo que su víctima pueda huir, pero resaltando el cansancio y los tropezones del pobre humano. Aunque su eficiencia nos haría pensar que su modus operandi preferido serían los proyectiles dirigidos por computadora, esto es menos común que utilizar su fuerza y durabilidad. Típicamente sus víctimas parecen haber sufrido algún tipo de accidente industrial: aplastados, sangrantes y retorcidos por una fuerza inhumana. Casi todas las Máquinas muestran un grado de inteligencia, pero esta puede variar entre un aparato programado hasta un superintelecto artificial.
Narrativas:
El miedo a la inferioridad incrementa con la experiencia, la edad y el nivel de honestidad con la que podemos autoevaluarnos. Cuando somos jóvenes, las Máquinas son algo “cool” que podemos ver en pantalla, pero según decaemos, cuando nos impacta la facilidad y vitalidad con la que se mueven los demás en comparación con nosotros, la Máquina se vuelve un recuerdo de nuestra fragilidad y decaimiento, y por consecuencia, de nuestra muerte. Ya que este miedo es tan espeluznante, la mayoría de las narrativas de este arquetipo en verdad no tratan de aplastarnos con el impacto total de nuestra inferioridad, sino que tratan de proveer un mensaje sanador: la confianza total en sus propias capacidades es la debilidad de la Máquina. Al igual que con la gente joven, el desconocimiento de sus límites y debilidades les lleva a caer en circunstancias en las que alguien con una conciencia mayor de sus propias faltas no caería.
De hecho, los métodos de vencer a la Máquina típicamente requieren conocimiento, precaución y prudencia, las cuales son características desarrolladas con la experiencia. El conocimiento sobre el funcionamiento del monstruo puede ser provisto por una figura experta o descifrado de encuentros previos, lo cual requiere la observación. Usualmente, el plan deriva en la destrucción total de la Máquina o su desactivación a través de una intervención que no afectaría a un ser humano: reprogramación, un pulso electromagnético, destrucción de un terminal central, etc. Es la naturaleza misma de la Máquina, que es la fuente de su superioridad, la que permite su destrucción. En este caso, el miedo pasa a segundo plano y la narrativa busca impartir paciencia, determinación y esperanza respecto a nuestras propias fallas. Es por esto que es mucho más común ver historias de Máquinas en narrativas de ciencia ficción, acción o suspenso que en el género del horror.
Se debe señalar que las narrativas de las Máquinas no siempre tomaron esta forma. Antes de los escritos del celebrado autor Isaac Asimov, la mayoría de los robots en ciencia ficción eran robots asesinos que mataban gente inocente o raptaban mujeres y eran básicamente intercambiables con extraterrestres, momias u hombres pescado. Asimov cambió la naturaleza de las narrativas centradas en robots al crear las tres leyes de la robótica:
Un robot no puede lastimar a un ser humano o, por falta de acción, permitir que un ser humano sea lastimado.
Un robot tiene que obedecer las órdenes provistas por un ser humano, exceptuando cualquier orden que conflija con la Primera Ley.
Un robot tiene que proteger su propia existencia siempre que dicha protección no conflija con la Primera o Segunda Ley.
Las leyes cambiaron como se escribían las historias sobre robots e influenciaron mucha de la ciencia ficción subsiguiente. El rol de los robots y otras máquinas adquirió mucha más sutileza y hoy día es uno de los subgéneros más fértiles de la ciencia ficción. Por consecuencia, las Máquinas interactúan frecuentemente con otros arquetipos, como el Impostor, en cuyo caso tienen una apariencia humana superficial pero ninguna de nuestras debilidades o la Creación, en la cual la narrativa describe la soberbia de su creador junto con la inferioridad de sus víctimas.
Ejemplos:
Cyberdyne Systems T-800 model 101, Terminator de James Cameron.
Al ser el ejemplo más icónico de la Máquina que existe, le tengo que dar su merecido lugar y será detallado en su propio artículo.
Nestor 10, Little Lost Robot (1947) Isaac Asimov
Nestor es un robot que debido a una orden descuidada de su jefe y una modificación de la Primera Ley, se esconde entre 62 robots idénticos a él. La modificación le permitiría lastimar a un ser humano en las circunstancias correctas. Encontrarlo antes de que pueda escapar se convierte en una batalla mental entre Nestor y Susan Calvin, la roboticista estelar de I, Robot, una colección de historias cortas escritas por Asimov. Recomiendo la antología a cualquiera, pero he aquí un resumen.
Rollo, Virtuoso (1953) by Herbert Goldstone
Rollo es un mayordomo robot al servicio de un viejo pianista que le enseña al robot a tocar el piano cuando éste exhibe curiosidad respecto al instrumento. Esa misma noche el viejo maestro presencia al robot tocar Appassionato de Beethoven de forma perfecta y llora abiertamente. A la mañana siguiente Rollo se niega a tocar el piano de nuevo a pesar de que el pianista quiere revelar su virtuosidad al mundo. Este cita su habilidad de rehusar cualquier orden que lastime a su dueño y el hecho de que le vio llorar. Concluye: “Para mí es fácil, sí… no se supone que sea fácil”. Virtuoso.
La Fiera es unos de los arquetipos más fáciles de entender, ya que el miedo que evoca es tan universal que no solo lo comparten todos los humanos, sino también todos los animales: el ser devorado.
Toda forma de vida existe para propagar sus genes y todos los comportamientos innatos existen para este único cometido. Pero es muy difícil el reproducirse desde la barriga de otra forma de vida. Por lo tanto, todo animal ha evolucionado con el miedo primordial a ser devorado por un depredador. El miedo que sentimos cuando una sombra nos cubre desde arriba es herencia de nuestros antepasados mamíferos que tenían que sobrevivir a ser cazados por aves desde el aire.
No toma mucha imaginación para entender el horror de pasar los últimos minutos de vida en dolor extremo y viendo pedazos desgarrados, pero reconocibles, de nuestra anatomía colgando de las ensangrentadas mandíbulas de un animal salvaje. En la modernidad este miedo duerme profundamente y pocos nos preocupamos de sufrir un fin tan horrible. Pero toma un segundo para imaginarte cómo se sentiría toparse con un tigre mientras caminas por el parque y tendrás una idea clara del miedo que la Fiera codifica.
Descripción:
La Fiera es usualmente un monstruo animalesco, una bestia salvaje sin inteligencia verdadera, pero con maña. Garras filosas, colmillos resplandecientes y chorros de saliva son las características más prominentes, tanto así que en muchas películas es lo único que vemos claramente. Se destacan además todas las características que los ayudan a ser cazadores excepcionales: hábitos nocturnos, sentidos agudos, movimiento silencioso, habilidad de trepar, rapidez e incluso coordinación de jauría. Por lo general son mucho más fuertes y grandes que cualquier humano y poseen una fuerza descomunal. Su apetito es insaciable: cazan y matan mucho más frecuentemente que depredadores reales. Típicamente no hay nada sobrenatural respecto a la Fiera, pero existen excepciones.
Narrativa:
Las narrativas de Fieras describen el horror de ser la presa. Las escenas de suspenso en que la Fiera acecha al protagonista son comunes y la escena de persecución nunca falta. Derrotar a la bestia usualmente consiste en el retorno a la ley de la jungla, donde el protagonista debe reconocer que el monstruo está simplemente siguiendo las reglas del mundo natural que los humanos hemos dejado atrás y tiene que remontarse al arquetipo del cazador, reconectando con sus instintos atrofiados para cazar a la Fiera y sobrevivir un encuentro final, transformado por la experiencia. Estas narrativas tienden a pintar el olvido de la brutalidad del mundo natural como una arrogancia peligrosa que la madre naturaleza debe corregir de vez en cuando con tono de advertencia.
Ejemplos:
Imagen parte de Creative Commons
La Bestia de Gévadaun (histórica):
Una bestia o bestias que aterrorizaron el sur de Francia entre 1764 y 1767. Estudios indican sobre 500 muertes en ese periodo y la bestia fue declarada muerta en varias ocasiones antes de que los ataques cesaran.
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Dinosaurios, Jurassic Park (cine): Presentados como mañosas bestias inexplicablemente voraces, estos dinosaurios cementaron la idea de los “terribles lagartos” que los paleontólogos llevaban combatiendo por décadas, incluso mostrando el velociraptor, un animal de alrededor de 4 pies de altura, como un cazador de hombres de sobre 6 pies.
Wendigo (mitología de los pueblos algonquinos): Una de las excepciones de las que hablamos, el Wendigo es un espíritu malévolo sobrenatural que posee a los humanos y los lleva a actos de canibalismo con un hambre insaciable. Su descripción física es la de un humanoide gigante en los mitos originales, pero curiosamente su imagen popular moderna es la de una bestia peluda con garras, colmillos y cuernos de venado.
Imagen parte de Creative Commons
El Lobo Feroz, Caperucita roja (folclor): Los monstruos más exitosos y memorables combinan varios arquetipos en una figura realmente aterradora. Este es el caso del Lobo Feroz, que combina la Fiera, el Impostor y el Timador para poder devorar mejor.
La pluralidad de monstruos de la que disfrutamos a través de la cultura colectiva humana es fascinantemente extensa. Examinar todas estas criaturas con algún atisbo de detenimiento es una faena que podría tomar varias vidas de labor incesante. Es por esto que cuando hablamos de monstruos, generalmente nos limitamos a discutir ejemplos individuales. Pocas veces se hace un esfuerzo por clasificar monstruos en una taxidermia útil que no sea su procedencia cultural. Ciertamente se han discutido clasificaciones por grupos como géneros literarios o fílmicos, pero deseo proponer aquí una nueva forma de clasificar a los monstruos que me parece un tanto más interesante y productiva.
Para entender el raciocinio detrás de esta nueva taxidermia tenemos que declarar la siguiente premisa fundamental:
Los monstruos no generan el miedo, sino que lo evocan. El miedo es una característica preexistente de nuestra psique y los monstruos son un mecanismo para desatarlo.
Aunque una defensa formal de esta premisa puede estar en el futuro de este blog, me parece que la mayoría de ustedes la aceptarán a posteriori una vez lleguemos a los ejemplos. Aceptémosla con fe ciega por el momento y sigamos una secuencia lógica que nos lleva a una nueva metodología para la clasificación de monstruos:
Existen varios miedos distintos en la psique humana.
La apariencia y el comportamiento de un monstruo están dirigidos a evocar un miedo particular.
Podemos examinar las características del monstruo para deducir qué miedo específico intentan evocar.
Podemos clasificar los monstruos en categorías, o arquetipos, basándonos en los miedos que representan.
Y ese mismo es el cometido de TeratoGnosis, la clasificación y descripción de los monstruos y su miedo correspondiente como arquetipos del terror.
Existen un número incontable de narrativas que buscan asustarnos. Los cuentos de los hermanos Grimm, el infierno, el cuco, las historias de fogata y todas las películas de horror. Ya sea para nuestra edificación, entretenimiento o subyugación, estas narrativas encuentran a su audiencia y fascinan a muchos.
Tengo que admitir que el horror me fascina. Busco historias que me aterroricen o por lo menos que me incomoden. Me gusta caminar por el pasillo oscuro de mi casa después de ver una película particularmente efectiva y preocuparme por lo que pueda habitar la oscuridad. H. P. Lovecraft, Stephen King, Junji Ito, Robert E. Howard son algunos de mis autores favoritos. Crecí en los 80, la época dorada de las películas de horror. La primera película que vi en el cine fue Gremlins. Entiendo de forma muy personal las ganas de buscar el miedo, por lo quizás se puede dudar de mi aseveración de que hay muchas personas que comparten mi fascinación.
Sin embargo, las películas de horror son el género más rentable de todos. El retorno de inversión es la clave. Debido a que ofuscar efectos en la oscuridad es una técnica válida, el mercadeo de boca en boca es viable y la tolerancia de la audiencia para valores de producción flojos es alta, las películas de horror tienen un nivel de inversión bajo en comparación con otros géneros. He aquí algunos enlaces sobre la rentabilidad del género:
Ok, muchos de nosotros queremos estar asustados, pero ¿por qué?
Si me permiten ofrecer una hipótesis, diría que se debe a lo distante que vivimos del miedo verdadero. Muchos de nosotros no experimentamos el miedo mortal. Ciertamente todos los millennials conocen íntimamente el miedo existencial, habiendo heredado todas las consecuencias del neoliberalismo, la crisis climática, la disparidad económica más marcada en la historia, una pandemia global, etc. Pero, ¿el miedo mortal? ¿El miedo de morir en los próximos minutos? No. Los afortunados que vivimos cobijados por la ley y la tecnología no experimentamos este tipo de miedo comúnmente.
Sin embargo, podemos cucar a la parca cual si fuera un animal de zoológico a través de nuestras pantallas. Podemos tener miedo del asesino, el vampiro o el zombi con la promesa de que todo acabará pronto y sin daño alguno. Al igual que una montaña rusa, podemos experimentar una sensación ajena a la cotidianidad que permea nuestra existencia y probar el dulce sabor de una vida recién arrebatada de las fauces de la muerte sin en realidad arriesgar el pellejo. El terror se ha convertido, debido al poder que tenemos sobre nuestro ambiente, en un lujo del primer mundo. En fin, una narrativa de horror es una pequeña aventura con garantía de retorno. ¿Qué experiencia puede ser más catártica que esa?
Proverbio Bene-Gesserit, de Dune, por Frank Herbert
Foto cortesía de Pixabay
En nuestras profundidades, dentro del tuétano donde residen las verdades secretas, todos sabemos que los monstruos son reales.
Al principio son esas criaturas que nos acosan de niños: el cuco, el monstruo debajo de la cama, la vecina que es bruja o el payaso malo. Pocos monstruos alcanzan a evocar un terror tan puro como los que residen en el corazoncito de un niño asustado. Pero al crecer dejamos estos tormentos atrás junto con nuestros juguetes y declaramos al mundo que somos adultos y no les tenemos miedo a las «cosas inventadas».
Sin embargo, al suscribirnos al consenso de la realidad que nuestra sociedad propone, nuevos monstruos comienzan a crecer en los recovecos de nuestra psique: el invasor nocturno que viene a robar, el candidato que va a arruinar al país, el sigiloso tumor, los inmigrantes, las deudas. Muchos de estos comienzan como preocupaciones legítimas, pero al ser recalcados incesantemente por los medios poco a poco acaparan nuestra capacidad de preocuparnos para comenzar a rayar en la ansiedad y luego, el miedo. Cuando dan fruto estos nuevos monstruos “reales” en las mentes más, – um-, “fértiles”, se convierten en implacables voceros del apocalipsis frente a los cuales no hay resguardo ni recurso.
Por más manufacturados o reales que puedan ser los monstruos que nos acechan, cuando nos topamos con ellos en la oscuridad volvemos a ser niños aterrorizados. En este patético estado abrazamos nuestro peluche, apretamos el crucifijo, decimos la oración, cerramos los ojos, porque hacer nada es intolerable. La razón que cultivamos a través de los años nos abandona y una vez más no nos atrevemos a prender la luz, a examinar de cerca. El terror aniquila la característica que ha sido responsable del desarrollo humano: la curiosidad.
Este colapso del pensamiento crítico y la desesperación que lo acompaña es la razón por la que los demagogos que buscan controlarnos siempre comienzan cultivando nuestros miedos. Describen con lujo de detalle cómo vamos a perder nuestros bienes, nuestros seres queridos, nuestras libertades, ¡e incluso la vida misma! Para inmediatamente detallar el talismán que va a prevenir toda esta calamidad: un voto, una crema, una donación, nuestro servicio, nuestra complicidad. En realidad, estos talismanes siempre son un precio, algo que debemos intercambiar por el sosiego y resguardo de un tormento cultivado por el mismo mercader que los ofrece. Dame una parte de ti, dicen los que controlan a las masas, y te mantendré a salvo del cuco.
No es necesario mirar lejos para ver ejemplos de esta táctica de manipulación. Nos rodea todos los días. Es precisamente por la omnipresencia de esta retórica, dirigida a criar monstruos en nuestras mentes y despojarnos del pensamiento crítico, que nos incumbe el entender los miedos legítimos que engendran a los monstruos que habitan nuestros relatos desde el principio de la civilización. Lo que aprendamos en esta interesante gestión podría ayudarnos a reconocer al próximo charlatán que ande vendiendo balas de plata.